Síntomas de la cirrosis hepática
La cirrosis hepática es una enfermedad silenciosa, pues no causa síntomas hasta que el daño en el hígado es muy avanzado. En su fase compensada, la cirrosis puede estar presente durante años (incluso décadas) sin signos clínicos evidentes. En esta etapa, el hígado todavía puede realizar sus funciones a pesar del daño, y los síntomas suelen ser mínimos o inexistentes.
Al pasar a la fase descompensada, los síntomas se hacen mucho más obvios, pues el hígado ha perdido su funcionalidad. Entre los signos clínicos más típicos de esta etapa, se destacan los siguientes:
- Fatiga.
- Ictericia, es decir, color amarillento de la piel y las mucosas por la incapacidad del hígado de eliminar la bilirrubina de la sangre.
- Dilataciones vasculares, especialmente en mejillas, tronco y brazos.
- Facilidad para el sangrado (encías, hematomas, heridas abiertas y más).
- Acumulación de líquido en las extremidades inferiores (edemas).
- Acumulación de líquido en el abdomen (ascitis).
- Náuseas.
- Pérdida de apetito.
- Dolor abdominal, especialmente en la parte superior derecha.
- Picor en la piel.
- Enrojecimiento de las palmas de las manos.
- Confusión, dificultad discursiva.
- Cambios en la función sexual.
- Desnutrición.
- Sangrado digestivo (por varices esofágicas o gástricas).
- Encefalopatía hepática.
Es importante destacar que algunos de estos síntomas están derivados del propio mal funcionamiento del hígado, mientras que otros aparecen por la hipertensión portal asociada a este cuadro. La hipertensión portal ocurre en la cirrosis porque el tejido cicatricial en el hígado daña y comprime los vasos sanguíneos, dificultando el flujo normal de sangre a través del hígado. Esto aumenta la presión en la vena porta, que lleva sangre desde el intestino al hígado. Ante cualquier duda sobre síntomas o tratamiento, consulta con tu médico.
Causas de la cirrosis hepática
Múltiples enfermedades y trastornos capaces de dañar al hígado a largo plazo pueden provocar cirrosis hepática. Tal y como indican fuentes profesionales, el consumo crónico y excesivo de alcohol es la causa más habitual de esta enfermedad. Las investigaciones muestran que, en muchos casos, las personas con cirrosis relacionada con el alcohol tienen antecedentes de beber entre 30 y 50 g (alrededor de 2 a 3 copas) y 100 g (7 copas) al día o más. De todas formas, factores como la edad, el sexo biológico y las condiciones médicas previas pueden aumentar el riesgo.
Otro de los principales desencadenantes de la cirrosis hepática es la hepatitis viral, provocada por la infección del virus de la hepatitis B y el virus de la hepatitis C. Estos agentes víricos se transmiten a través de la sangre (durante el sexo, uso de material médico no higienizado, inyección de drogas intravenosas o transmisión fecal-oral). Suelen provocar una infección aguda, la cual se autorresuelve en 6 meses o menos gracias a la acción del sistema inmunitario, pero en ciertas ocasiones se torna crónica y provoca daño hepático severo. Los niños, los ancianos, las personas con VIH y los pacientes inmunocomprometidos son más proclives a desarrollar una hepatitis crónica.
Existen otros desencadenantes de cirrosis que, si bien son menos comunes, requieren ser citados:
- Enfermedad del hígado graso no alcohólico, una afección en la que la grasa se acumula en el hígado y no está relacionada directamente con el consumo de alcohol.
- Hemocromatosis, un trastorno que provoca la acumulación de hierro en el interior del cuerpo.
- Hepatitis autoinmune, causada por una acción errónea del sistema inmunitario hacia el hígado.
- Toxicidad derivada de la exposición a sustancias nocivas durante periodos de tiempo prolongados.
- Enfermedades cardiovasculares que bloquean el correcto flujo de sangre al hígado.
Diagnóstico de esta enfermedad
El diagnóstico de la cirrosis hepática combina la evaluación clínica, las pruebas de laboratorio y los estudios de diagnóstico por imagen. Clínicamente, se sospecha en pacientes con antecedentes de factores de riesgo (alcoholismo, hepatitis crónica, obesidad) y signos sugestivos como ictericia, ascitis o apariencia esporádica de moratones. Las pruebas en sangre de laboratorio pueden mostrar alteraciones en enzimas hepáticas, albúmina baja, aumento de bilirrubina y tiempo de protrombina prolongado, que reflejan daño hepático y pérdida funcional.
En la evaluación por imagen, los estudios como la ecografía abdominal son esenciales. Una ecografía puede identificar un hígado de contornos irregulares, disminución de tamaño en fases avanzadas, y signos de hipertensión portal como esplenomegalia (agrandamiento del bazo) o dilatación de la vena porta. El uso de elastografía por ultrasonido permite medir la rigidez del hígado, ayudando a estimar el grado de fibrosis. Otras técnicas, como la tomografía axial computarizada (TAC) o resonancia magnética (RM) ofrecen imágenes más detalladas, identificando nódulos regenerativos, cambios en la arquitectura hepática y complicaciones como carcinoma hepatocelular.
La confirmación definitiva puede requerir una biopsia hepática, aunque su uso ha disminuido gracias a los avances en imagen y marcadores no invasivos. Los estudios de imagen no solo son clave para el diagnóstico inicial, sino también para el seguimiento de la progresión de la enfermedad y la detección de complicaciones, lo que resalta su papel central en el manejo de la cirrosis hepática.
Tratamiento de la cirrosis hepática
El tratamiento de la cirrosis hepática se basa en abordar la causa subyacente, prevenir complicaciones y mejorar la calidad de vida del paciente en toda la medida posible. En primer lugar, es esencial tratar la etiología: en el caso del alcoholismo, se recomienda abstinencia total, apoyada por terapias conductuales; en la hepatitis viral, se usan antivirales específicos; y en la esteatohepatitis no alcohólica, se promueve la pérdida de peso y el control metabólico. Esto puede ralentizar la progresión de la enfermedad y reducir el daño hepático.
Las complicaciones de la cirrosis requieren atención específica. Por ejemplo, la hipertensión portal se maneja con betabloqueantes no selectivos (como propranolol) y, en casos graves, con procedimientos intervencionistas como la derivación portosistémica intrahepática transyugular (TIPS). Para la ascitis, se indican diuréticos como espironolactona y restricción de sodio, mientras que las infecciones relacionadas, como la peritonitis bacteriana espontánea, requieren antibióticos. La encefalopatía hepática se trata con lactulosa y rifaximina para reducir el amonio en sangre.
En el seguimiento por imagen, se evalúa regularmente al paciente para detectar complicaciones avanzadas, como el desarrollo de carcinoma hepatocelular. Las ecografías abdominales cada 6 meses, combinadas con medición de alfafetoproteína, son esenciales en la vigilancia. Además, las imágenes pueden guiar intervenciones como la colocación de TIPS o identificar trombosis portal.
En los casos avanzados, la cirrosis descompensada puede llevar a un deterioro irreparable de la función hepática. En estos pacientes, el trasplante de hígado es la única opción curativa. La evaluación y preparación para el trasplante incluyen pruebas de imagen detalladas para valorar la viabilidad hepática, la anatomía vascular y la presencia de tumores. Un manejo multidisciplinario que combine tratamiento médico, terapias dirigidas y monitoreo por imagen es clave para optimizar los resultados en estos pacientes.
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